Oswaldo Vigas 1941 - 1952, Las brujas árbol genealógico
Galería 22, Caracas
Octubre - Noviembre 1966
Por Juan Sánchez Peláez
En el cruce de dos caminos, Oswaldo Vigas se observa atentamente y hace girar el espejo mágico. La memoria vuelve entonces por sus fueros, las brujas asumen el orden jerárquico que les corresponde, el ser no del todo diferente en esa confrontación, descorre una a una sus vendas. Las constantes que hoy lo animan en la serie de "madres terribles" parecen idénticas a estas de su inicial labor creadora: quiere resolver agónicamente el cuadro, despojarlo de las huellas que ahí impresas, perturban las visiones.
Hay algo en Vigas que lo ata de manera profunda a la tierra.
Todavía en sus últimas composiciones se libra una lucha tenaz entre el intelecto y el impulso dionisíaco. Atrapa la figura humana a menudo opaca y la distorsiona para que así adquiera fulgor. No contento con ello, propone la confidencia escrita al margen, el cúmulo de sobresaltos y dichas al paso de los años. Si en ocasiones el lirismo cede en esta materia plástica, el gesto inmediato rehúye el halago de los sentidos, y se torna dramático y crispado, no exento de una feroz melancolía o de humor.
La presente muestra (1941-1952), cubre con algún cariz secreto, íntimo y de ningún modo ambiguo, toda la historia de un acontecer plástico, y revela en mucho el temperamento y la trayectoria vital de un artista sensiblemente distinto. Estudios, bocetos, dibujos, óleos, fragmentos dispersos en las gavetas o en manos particulares, configuran una ceremonia algo nostálgica a nuestro alrededor. Vigas con el tiempo ha extendido sus dones, ha afinado las raíces esenciales de un lenguaje cada vez más comunicativo y menos balbuciente. Ha sabido preservar lo mejor de sí mismo y salvar la imagen de la primera juventud. He visto en él siempre, al que se adelanta con signos de transparencia. No sería excesivo afirmar que dentro de un universo propio y dentro de leyes específicas, la presente muestra se inscribe en la curva espiritual de una generación.
Oswaldo Vigas
Las influencias favorables o negativas que los otros pueden jugar en la vida de un pintor son enormes. Las opiniones ajenas, en períodos de iniciación, tienen tanta importancia como las propias. Una simple frase puede determinar teóricamente la actividad de una vida. Cuando pienso en las afirmaciones dejadas al azar a lo largo de tantas conversaciones, a veces me estremezco. Un día, veinte años después, en el momento menos pensado, nos las arrojan a la cara. Los descubrimientos dialécticos, las piruetas intelectuales, los saltos mortales verbales, fuegos artificiales de un instante, para algunos oídos demasiado fieles constituyen bagaje de toda una vida. Pese a ello, quienes tonemos la memoria corta, las únicas frases que recordamos son las que nosotros mismos inventamos, y sin embargo. . . olvidamos las expresiones, pero quedan los hechos y sobre todo, quedamos nosotros mismos, solitarios, tristes o satisfechos a lo largo del camino.
Veinticinco años atrás inclusive en Caracas, los escasos pintores que se arriesgaban por otras vías que no fueran las aprobadas por los ductores bien pensantes del intelecto nacional, debían esconder "bajo la cama" el producto de sus búsquedas, cuando se presentaba uno de estos señores. De lo contrario corrían el riesgo de que no se les tomara más en serio. Juan Vicente Fabiani refiriéndose a sí mismo, una vez en París, me relató algo por el estilo. Manuel Cabré, en Europa, en pleno auge del cubismo, realizó algunas experiencias al borde de esta tendencia y luego se fue por otras vías... Y don Carlos Otero, siendo aún Director del Museo de Bellas Artes de Caracas, me relató la siguiente anécdota: Amadeo Modigliani, desconocido y hambriento, ofrece un rollo de dibujos en la terraza de un café parisino; ninguno de los presentes, entre quienes se encontraba aquél, se interesó. Modigliani se fue a los sanitarios y dejó sus dibujos colgados a un clavo, en el "W. C.".
Recordemos el caso de Armando Reverón, un simple loco que no hacía la pintura seria y a quien se le compraban las obras por caridad, para ayudarle a morir, no porque se le considerara un maestro. He citado estos ejemplos para dar una idea del ambiente artístico en Venezuela hace 25 años.
El nombre de Picasso se mencionaba con una pequeña sonrisa. Un señor que me preguntó en la apertura de una Exposición de Poemas Ilustrados, si le conocía. Yo creía que se trataba de algún profesor de la Escuela de Bellas Artes de Caracas a donde ambicionaba llegar algún día. El señor en cuestión era un conocido médico valenciano, la primera persona que se interesó en mis “monigotes”. La fecha: 1941. Esta exposición había sido organizada por el Ateneo de Valencia. En ella me otorgaron el Primer Premio, una medalla de oro. Luis Guevara Moreno, quien ya recibía clases particulares del pintor Braulio Salazar, ganó la de plata.
Luis Guevara era la persona a quien más envidiaba; gozaba del privilegio de tener un profesor que yo no podía ofrecerme y Braulio Salazar era ya el pintor de Valencia.
Mi amistad con Braulio comenzó en esa época, y en el transcurrir de los años se fue afirmando a tal punto que sin que nuestro trabajo se hubiera nunca parecido ni en lo técnico ni en lo temático, nadie influyó tanto como él en mi pintura y viceversa, supongo. Desgraciadamente cuando Braulio al final logró cristalizar el por tantos años acariciado ideal de dar una Escuela de Bellas Artes a Valencia, me encontraba lejos, al otro extremo de Venezuela, en otra ciudad donde tampoco había una Escuela de Bellas Artes.
La pintura venezolana se había caracterizado por su buena ortografía. Pintar bien quería decir, en primer lugar, parecerse a algo ya admitido y realizarlo de manera impecable. Dentro de este esquema conformista, la obra de Pablo Picasso tenía poca cabida.
Ese nombre se me había quedado grabado desde aquel día en Valencia y en la primera ocasión que se me presentó, salté sobre sus reproducciones con verdadera avidez. Para la fecha firmaba el apellido seguido de la inicial del nombre: VIGAS. O. delante; hasta el día en que un “marchant” de París me aconsejó suprimirla.
En la referida exposición de poemas ilustrados, si mal no recuerdo, el mencionado doctor había participado como jurado; este señor debía parecer bien extraño con sus gustos tan fuera de lo común en el ambiente valenciano de la época. No obstante, su caso aunque raro, no era único; otros médicos valencianos, tal vez ante su ejemplo, se interesaban también en la nueva pintura aunque de manera tímida. Uno de ellos, radicado en Puerto Cabello, debe tener aún en su poder dos obras mías de ese período: "El Entierro de la Sardina" y "El Diablo de Corpus". La segunda de estas pinturas realizada en Guacara, allá por el año 1944, representa un personaje popular que se paseaba por las calles el día de Corpus Christi, tocando su cuatro y bailando al compás de un centenar de cascabeles y badajos que colgaban de su traje multicolor lleno de espejos y cintas. Me había propuesto comenzar a pintar del natural. Hasta entonces todos mis cuadros correspondían a una visión muy particular del universo. Cubista para unos, surrealista para los otros; según los cronistas de mi ciudad se debían más a la influencia de los futuristas que a la de Picasso, a quien por lo demás yo acababa de descubrir. Estos términos me eran más o menos desconocidos. Pintaba porque ello me distraía. Me encerraba en mi cuarto, muchas veces a la luz de una vela y me olvidaba del mundo. El placer de pintar fue mi primer placer erótico.
A partir de 1943, el cubismo sintético de Juan Gris me había impresionado de manera especial. "Les Demoiselles D'Avignon" de Picasso, llegan a mis manos un poco más tarde en forma de reproducciones; su impacto se prolonga en mi obra hasta las vísperas de las Brujas en 1948.
Valencia no tenía una escuela de Bellas Artes y cuando llegué a Caracas, la de la esquina del Cuño entre las manos de Eduardo Monsanto, pasaba por un periodo en el que "La Academia" tenía nombre y apellido: Paul Cezanne.
Años atrás, a su paso por Valencia, César Henríquez y Alejandro Otero trataron de convencerme para que me fuera a Caracas. Un cine de la localidad había contratado al primero para diseñar la publicidad que ellos ya habían realizado a manera de competencia en Caracas, en el cine Ayacucho. Alejandro dibujaba las grandes cabezas de los actores y César le ponía los letreros, mientras otro personaje cobraba por el resultado final. Era la época en la que Luis Eduardo Chávez pontificaba en Valencia los domingos por la tarde en los sajones de su vieja casona colonial. Alejandro Otero no había descubierto todavía las caleteras. Recuerdo la sorpresa que manifestó cuando se enteró de que en lugar de irme a Caracas, a la Escuela de Aries Plásticas, había decidido tomar rumbo a Mérida a estudiar medicina. En la Academia de la esquina del Cuño, los paisajistas de la "escuela de Caracas" imponían su criterio como un dogma. Reverón se negaba a bajarse de una mesa protestando que debajo de la misma había un hombre con un cuchillo dispuesto a matarlo lo cual, de paso, no lo impedía pintar los mejores cuadros de cuantos habían sido pintados hasta entonces por todos los paisajistas de la mencionada escuela.
Llegar en los autobuses de la A. R. C. hasta Mérida, para el año 1946, era una verdadera proeza y ni las nuevas amistades ni el paisaje andino lograban llenar el gran vacío de las distancias. Las figuras femeninas, "Las niñas de los Andes" y "Las meriendas" cedían el paso a "Las maternidades terribles" precursoras de "Las brujas". Las influencias de Juan Gris y del Picasso cubista se habían quedado atrás, en 1943 y 1944, en mil dibujos y acuarelas y en algunas telas secuestradas, en poder de algunos coleccionistas. El trazo se había hecho cortante como filo de bisturí, los colores se aplanaban, las madres se estaban quedando viudas, y el ojo estrábico de las brujas comenzaba a mirarme de manera insistente.
A mi llegada a Caracas a finales de 1948, los anticonformistas Rubén Núñez, Perán Erminy, Celso Pérez, Narciso Debour, etc. que en 1945 crearon La Barraca de Maripérez, ya habían comenzado a desintegrarse. Alejandro Otero, en París desde el mismo año, veía llegar dos años más tarde a Pascual Navarro y a Mateo Manaure. Los disidentes celebraban sus reuniones en torno o en la casa de Aimée Battistini, mientras en Caracas, María Luisa Gómez Mena y el crítico cubano José Gómez Sicre fundaban el Taller Libre de Arte. Alirio Oramos, Luis Guevara Moreno, Carlos Cruz Diez, Mario Abreu, Carlos González Boggen, César Henríquez, Marius Snaderjman, Enrique Sarda, Virgilio Trómpiz, Lourdes Armas, Jacobo Borges, Régulo Pérez, Feliciano Carvallo y el suscrito, encontrábamos en el 5° piso de la esquina del Zamuro, un calor humano e inquietudes que ni los patios del Museo de Bellas Artes ni los salones polvorientos de la Escuela de Artes Plásticas podían ofrecernos.
A las discusiones sobre pintura sucedían otras sobre poesía, música o literatura en general. Juan Sánchez Peláez, Juan Liscano, Rafael Pineda, Miguel Otero Silva, Sergio Antillano, Manuel Trujillo, Alfredo Armas Alfonso, Oswaldo Trejo, Héctor Mujica, algunos otros escritores o simples seres inquietantes como el cubano Rafael López Pedraza, gran amigo de todos, se venían a reunir con los pintores. Se hacían exposiciones colectivas y de vez en cuando alguna individual, sin que un criterio, programa o tendencia determinada diera cohesión orgánica a todo este grupo. Lo cual tal vez existía sin que nos diéramos cuenta. Tal vez era la juventud de todos y la pureza de los sentimientos lo que en el fondo nos unía. Mientras tanto, un nuevo equipo se preparaba en la Escuela para afrontar su realidad: Ángel Hurtado cansado de hacer academias, se lanzaba directamente a la pintura abstracta; Jaimes Sánchez, quien para entonces pintaba lo que todos llamábamos naturaleza muerta con corbata, debido a la constante presencia en todos sus cuadros, de por lo menos una de estas prendas de vestir; Ornar Carreña, ya en las marinas y paisajes los más libres de todos cuantos se hacían en esa Escuela, y Víctor Valera, cada vez más inconformista por naturaleza. Jesús Soto, quien en Maracaibo dirigía la Escuela de Artes Plásticas, se venía con toda una exposición individual que sería la primera y la única realizada por él antes de instalarse en París.
En la pensión donde habitaba, de Fe a Santa Bárbara, les esperaba casi todas las tardes: el grupo bajaba desde la plaza del Panteón y hacía su alto de rigor en la habitación convertida en taller. En la escuela del Cuño "las cosas se estaban agravando". Se preparaba una huelga contra su director y las expulsiones no se harían esperar. "¿Cómo es posible que te hayas metido en esta huelga cuando sólo te faltaban tres meses para graduarte de pintor?”. Así parece haberle hablado a su hijo, la de madre de estos amigos.
Cuando llegó la esperada medida disciplinaria, ya los nuevos reclutas del "Taller" habían comenzado a frecuentarlo. Las represiones en la Escuela debían haber sido tan intensas que los cambios eran, algunos de ellos, saltos mortales. A esto vino a colaborar la gran exposición que el crítico francés Gastón Diehl había traído a Venezuela. Los "Cien años de pintura francesa" eran para nosotros, mil años. Ninguno había visto nunca un solo Picasso original, por no hablar de Braque, Chagall, Cezanne, Renoir. . .
Las telas originales no tenían sino una vaga relación con las reproducciones. Con el cambio de dimensiones los colores varían, las proporciones se mantienen pero los detalles afeitados en los libros, aparecen. Las materias se ponen en evidencia, las huellas del pincel se hacen precisas, torpes o ágiles, tal como ellas quedaron al ser dejadas por el artista. Algunas obras conocidas nos parecían menos bellas que en los libros. Era simple y difícil aceptar la realidad de cada obra de estos maestros tal como ella se presentaba.
Hasta entonces únicamente habíamos visto cuadros sobados. La gran pintura no creía en nimiedades. El detallismo ya no era una virtud. Impresionismo, Expresionismo, Cubismo y Surrealismo de pronto se colocaban al alcance de nuestros ojos. Para la pintura moderna venezolana la lección era muy provechosa, sobre todo para quienes frecuentábamos el Taller libre de arte. Lamentablemente ni el público caraqueño, ni la prensa en general, con algunas excepciones, tomó suficientemente en cuenta este acontecimiento.
El Taller había crecido. Era necesario darle una voz y lanzarlo a la calle. La revista - periódico se llamó "TALLER". Nació, vivó y sin crecer se extinguió. El primer número nos llenó de entusiasmo. Cada ejemplar especial exhibía una pintura original en su interior que los coleccionistas agotaron rápidamente. El costo de la edición fue cubierto, pero el esfuerzo nos había dejado fatigados. Para arremeter con el segundo número, Alirio Oramas debió hacer un alarde de energía, desplegar tales dosis de optimismo, de perseverancia y de entusiasmo que tal vez a ello se debiera más tarde las crisis de apatía por la que pasó. Aparecido el segundo número, Alirio se marchó. Terminaba el año 1951 y con su Premio Nacional de Artes Plásticas en el bolsillo (poco dinero para entonces) nos dejó. Mario Abreu, "accésit" al mismo premio se quedaba en aquella ocasión como en la actual, a la espera de la recompensa que hiciera justicia a sus indiscutibles méritos. Hacía algunos años que los premios de los salones comenzaban a recaer en nuestra gente, pese a que aún continuaban dejándonos un poco de lado. González Boggen, Mateo Manaure, Juan Vicente Fabiani, Alirio Oramos y yo, ganamos por estos años lo que se dio en llamar el Premio Nacional de Artes Plásticas a cuyo lado se daba otro de más carácter oficial: el Premio del Ministerio de Educación.
Actualmente los poseedores de este último son considerados como detentadores del "Premio Nacional de Pintura", el cual entonces no existía, y quienes obtuvimos el Premio Nacional de Artes Plásticas, nos encontramos fuera de concurso, no sabemos por cuáles razones.
La gran diferencia entre "los disidentes" y "los del taller" reside en que a los primeros, que arremetieron contra todo y negaron a todos, luego con algunas excepciones se dieron todos los reconocimientos, mientras que a los segundos, que no rompimos lanzas ni quemamos brujas (al contrario las fabricamos en serie), aún tarda en valorizarse nuestro aporte como grupo dentro de la plástica nacional. La explicación tal vez resida en que el grupo del taller nació, trabajó, murió y se le ha pretendido resucitar acá, manteniéndosele todavía artificialmente en vida, mientras que el primero nació y falleció en París. ¿Me equivoco?