En el contexto de las vanguardias europeas, el surrealismo fue tal vez el único movimiento que se prolongó durante décadas en el siglo XX. Iniciado en 1924, cuando André Breton redactó el primero de sus manifiestos, tuvo diversos criterios según el paso del tiempo y cambios de conceptos.

En América Latina el surrealismo dejó huella incluso en períodos posteriores a la existencia del grupo. Pudiera decirse que ha habido expresiones surrealistas a lo largo del siglo XX, incluso en la actualidad. No obstante, no se manifiesta como movimiento o grupo. Se trata de una empatía espiritual y cultural que en realidad está presente en la identidad de algunos artistas latinoamericanos. Ello es consecuencia de un continente lleno de memorias de un pasado de magia, dioses y mitos como es el de América Latina. Por eso el surrealismo, como movimiento, tuvo en este lado del mundo una empatía natural.

Algunos artistas latinoamericanos de tendencia neoexpresionista han tenido en ciertos momentos alguna vinculación con el surrealismo. Ello se debe a su necesidad de asumir el arte con libertad plena. Se manifiesta en los trazos dinámicos y gestuales en sus pinturas. En otros casos en una figuración cuyo contenido puede considerarse surreal. Son tendencias e inclinaciones que varían según los artistas. Lo cierto es que muchos de ellos han salido de América rumbo a Europa no para adherirse a las diversas vanguardias existentes sino a ver y enriquecerse del arte tanto del pasado como del presente y a participar de ese contexto pleno de modernidad. Es el caso de Oswaldo Vigas quien llegó a Francia en los tempranos años cincuenta justo en el período en que se producía una segunda vanguardia artística tanto en los abstraccionismos como en los lenguajes figurativos.

Vigas no se adhirió a esos movimientos europeos porque tenía asimilado en su interior su sentido latinoamericanista que expresaba mediante los contenidos de sus obras figurativas o bien mediante las texturas y el color en su breve paso por la abstracción informal. Es precisamente esta solidez la que hizo que artistas como él preservaran y expresaran su idiosincrasia e identidad. Lo mismo sucedió con Francisco Toledo, un artista que llegó en 1960 a París procedente de México, siendo todavía muy joven. Vigas conoció a Toledo en el estudio de un amigo común, el pintor peruano Hugo Orellana. Ambos hicieron grabado en aquel tiempo y compartieron taller.

Toledo tenía una sensibilidad y capacidad artística asombrosa. Llegó a París completamente imbuido de la herencia histórica y mitológica mexicana de la cual nunca se ha podido sustraer. Llegó a esta ciudad a ampliar sus nociones del grabado, medio en el cual es hoy día uno de los grandes maestros en América Latina. Acertadamente trabajó en el reconocido taller de grabado de Stanley William Hayter, importante grabador británico muy relacionado con los surrealistas de París y luego, durante la guerra, con los expresionistas abstractos en Estados Unidos.

La obra de Toledo se basa en la representación de escenarios fabulados y míticos que tienen como constante la creación de seres híbridos entre animales y vegetación. Muchos lo han asociado por ello a la corriente surrealista. Sin embargo, Toledo –como también ocurre en Vigas– trasciende a este tipo de clasificación, pues su obra, si bien está impregnada de una atmósfera casi onírica o ensoñadora, no deja de estar vinculada a sus raíces mexicanas.

En el caso de Vigas ocurre un proceso similar en cualquiera de sus etapas, pues, debido a la creación de su cosmogonía mítica particular, sus obras trascienden a cualquier tipo de clasificación. Su grandeza estriba en ser un artista consecuente con sus orígenes y visión de mundo. En tal sentido, Vigas y Toledo fueron a Europa llevando consigo sus modos de expresión profundamente latinoamericanos y por eso no fueron permeables a las modas foráneas. Vigas decidió retomar el grabado en 1963. Ya lo había trabajado a principios de los años cincuenta a su llegada a París cuando asistió a los talleres de Marcel Jaudon, de Arturo Luis Piza y de Stanley Hayter. En ese entonces estaba interesado en aprender las diversas técnicas del grabado luego de conocer las estampas del precursor de este medio en Venezuela: Pedro Ángel González. Las piezas que realizó en ese momento trataban el tema de las Brujas e incluso realizó litografías que anteceden a la serie Personagrestes que realizará años después. El entusiasmo por el grabado retorna ese año de 1963 al conocer al pintor peruano Hugo Orellana quien lo invita a trabajar en su taller. Es entonces que Vigas y Toledo se conocen. La pasión por este trabajo lo lleva acondicionar la cocina de su estudio para trabajar de noche en sus grabados. En esta etapa, invitó a Toledo a estampar con él. Como resultado de esta experiencia son varios aguafuertes impresos en el famoso taller de Georges Leblanc, quien fuera también el impresor de los grabados de Picasso. Muchos de los temas tratados son lo que trabajaba en las pinturas de esos años tales como la serie de Personagrestes, personajes como el Guerrero, Adán y Eva, Ícaro, los Aparecidos, la serie de Terrícolas, sus Aves agoreras y otros animales.

Hoy día, Oswaldo Vigas y Francisco Toledo, son dos grandes maestros del arte latinoamericano. Además de grabadores, son pintores, escultores, ceramistas y cada uno en su respectivo país ha sido promotor y gestor cultural dejando como legado la fundación de museos e instituciones culturales. Sus obras son el resultado del alto compromiso con su realidad plena de mitos y tradiciones, sueños e invenciones. Son grandes maestros por su entereza y espiritualidad intensa.

Susana Benko