Apenas recién llegado a París a finales de 1952, Oswaldo Vigas rápidamente se integra al ambiente artístico de la ciudad. Instaló su taller en la rue Dauphine, lugar que muy pronto se convertiría en un centro de reunión de artistas e intelectuales tanto latinoamericanos como europeos. La puerta del taller siempre estaba abierta por lo que las visitas de amigos artistas era algo que sucedía muy frecuentemente.

Trabajó con constancia por lo que tuvo en seguida una actividad muy prolífica al punto que de inmediato participó en varios salones importantes tales como el Salón de Mai y el de Réalités Nouvelles. Durante varios años expuso en estos salones con artistas de renombre internacional tales como Pablo Picasso, Max Ernst, Fernand Léger, Víctor Vasarely, Wifredo Lam, Roberto Matta y tantos otros más. El ambiente de reciprocidad en el medio artístico fue proclive para establecer muy buenas amistades.

Es así que uno de sus grandes amigos fue Max Ernst quien lo visitaba en su taller acompañado de su esposa, la artista Dorothea Tanning. Pese a su juventud, no cabe duda que el espíritu libre y autónomo de Vigas gustó mucho a Ernst. Él mismo fue así. Fue un artista autodidacta quien, desde muy joven, todavía en Colonia, Alemania, se sumó al sentimiento dadá realizando collages que trastocaban la lógica convencional. Ya entonces anticipaba su posterior participación en el grupo surrealista en París. No en vano André Breton vio en Ernst la encarnación en la plástica de los objetivos del verdadero surrealismo.

Ernst era un artista ya consagrado que le llevaba al menos una generación al joven Vigas. No por ello influenció en su pintura. Todo lo contrario. Hacía ya una década –en los inicios de los cuarenta– que Vigas había realizado su obra de carácter surrealista sin conocer a los protagonistas del surrealismo parisino y sin salir aún de su Valencia natal. Pero Ernst seguro percibió esta autonomía e independencia tan presente en su joven amigo quien a su vez buscaba salir de las representaciones convencionales para realizar sus propias figuraciones con libertad plena. Este aspecto en la personalidad de Vigas es la que en el fondo lo ha guiado a lo largo de su vida pues sin duda esta autonomía ha sido la que lo ha privilegiado frente a las modas o a las tendencias colectivas de época. Fue pintando con honestidad y libertad cómo encontró justamente el sello que lo identifica, al punto que el crítico francés, Jacques Leenhardt, analizando la obra temprana de Vigas de los años cuarenta, ha señalado que este aislamiento en Valencia y el escaso acceso a información sobre el desarrollo del arte moderno europeo fue, en el fondo, sumamente beneficioso para Vigas. “En lugar de convertirse en un pintor surrealista, dice Leenhardt, Oswaldo se convirtió en Vigas”.

Ciertamente, al llegar a Europa en 1952 Vigas ya era un artista sólido en sus planteamientos y seguro de sí mismo, cualidad visible en todas las etapas de su obra. Ello es manifiesto por la aceptación de su trabajo en el Salon de Mai, donde él expuso asiduamente, al igual que Ernst. Pero en Vigas hay un distintivo más: sus raíces culturales. Sin duda provenir de tierras americanas forma parte de su sello particular e identidad. Por un lado, la fuerza telúrica que subyace en sus obras, la contundencia de las formas, el apego al territorio y así mismo su pasión por el mundo prehispánico. En tal sentido, Ernst tenía más de una razón en visitar a Vigas en su taller y sentir una particular empatía con él. Era también un apasionado por las artes africanas, de Oceanía y de América que, todavía muchos catalogan erradamente como “artes primitivas”. Esta fascinación proviene desde inicios del siglo XX cuando los cubistas descubrieron nuevas soluciones estructurales a partir de piezas provenientes de culturas tribales. Pero fueron justamente los surrealistas quienes percibieron su poesía y su magia. Ernst no pudo dejar de sustraerse a este influjo. Cuando él se instala en Arizona durante su exilio en los Estados Unidos, quedó abiertamente conmovido con la producción artística de los indígenas de la zona. Creó, como lo hizo también Vigas a su manera, su mitología particular inspirándose en esas culturas.

Sin duda, el mundo de las Brujas y de los Objetos americanos que Vigas ya había pintado en esos primeros años de la década de los cincuenta debía seducir y producir gran impacto en el alma de dos surrealistas sensibles como lo fueron Max Ernst y su esposa Dorotea Tanning. Por eso no dejaban de visitarlo regularmente en su taller de la rue Dauphine.

Susana Benko