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    Oswaldo Vigas y la pintura venezolana
    Rafael Squirru
    El Universal
    Caracas, Venezuela. 1979

    El pintor venezolano Oswaldo Vigas (nacido en Valencia, Carabobo, en 1920) constituye por sus características de estilo un fenómeno de singular interés dentro del amplio y brillante marco de la pintura venezolana actual.

    El reconocimiento de la jerarquía internacional del arte en Venezuela está ligado más allá de toda discusión posible a ese grupo de pintores abstractos que a partir de los coloritmos de Alejandro Otero (1921) alcanzó la honda repercusión del cinetismo, logrado a través de figuras magistrales tales como las de Jesús Soto y Cruz-Diez.

    Este justo reconocimiento al purismo de rigor geométrico en el plano de la crítica mundial ha permitido que los menos avisados identifiquen el arte venezolano con esa particular tendencia, olvidando de este modo a ciertos artistas de relieve que por temperamento y convicciones estéticas se mantienen firmes en el desarrollo de problemáticas si no opuestas, al menos divergentes. Tal el caso concreto de Oswaldo Vigas. Quien haya visitado su estudio en la pujante ciudad de Caracas podrá dar testimonio de la honda raíz popular que anima las preocupaciones visuales y aun acústicas de Vigas.

    Conocedor en profundidad del folklore de su país, no le teme Vigas a los parentescos con otros artistas del área caribeña con los que inevitablemente entronca a partir de preocupaciones y postulados comunes. Tal el caso respecto del cubano Wifredo Lam. Tan sólo que a nuestro entender sería miope en éste percatarse de las fuentes de inspiración común, la pobre deducción de restar a Vigas el importante ingrediente de originalidad que marca la personalidad intransferible de sus trabajos.

    Ni siquiera me parecería acertado incluir a ambos artistas dentro de una misma escuela. Mientras Lam sugiere a través de sus composiciones delicadas y sutiles una afinidad que la crítica acepta, con el surrealismo, Vigas nada tiene que ver con esa dimensión onírica, insertándose su obra dentro de un expresionismo donde el vigor de lo específicamente plástico juega el rol protagónico.

    Los fetiches del arte negro que sin duda hurgan el subconsciente de Lam son en cambio resorte para desencadenar esa vigorosa catarata de colores y de nerviosos dibujos que distingue al arte de Vigas. Quien tenga presente el humor y el ritmo de los sones de Barlovento estará en mejores condiciones para adentrarse en este mundo de desenfado visual que propone Vigas.

    Hay en su pintura algo así como un incorregible optimismo, una alegría vital, una fe en el destino común de nuestras culturas que otorga a sus pinturas esa vibración que separa lo que nace de una auténtica necesidad expresiva, del punto muerto de la imitación.

    Alguien podría objetar que el arte de Vigas se desarrolla peligrosamente en extensión y que preferiría que esa dimensión fuese modificada por una mayor insistencia en la realización de cada trabajo. Tal acusación me parecería injusta, ya que poco y nada tiene que ver con el tema fundamental de la calidad, ya que se trata de una cuestión de temperamento. Podría sin capricho hacérsele la misma objeción a Picasso, que por idéntica exigencia temperamental trabajó con análogo desparpajo.

    Son a veces las ramas las que impiden ver el bosque. Algo de eso me parece ocurre con la importante obra de Vigas.

    El ojo selectivo que se aproxime a su labor recogerá sin duda un saldo harto positivo del que se desprende un espíritu ardorosamente volcado a las fuerzas prístinas de la propia tierra, una obra que respira autenticidad por los cuatro costados, la acumulación por puntos de una merecida victoria del hombre que transmuta la materia en aquello que le otorga la dimensión de lo imperecedero, de lo trascendente.

    Vibrante de color, tenso en la forma, barroco en la composición de equilibrio inestable, americano en las raíces que sustentan su inspiración legítima, el arte de Oswaldo Vigas por derecho propio ocupa lugar insoslayable en la plástica de nuestro continente.