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    De los dioses oscuros
    Roberto Guevara
    El Nacional
    Caracas, Venezuela. 1993

    Para Oswaldo Vigas las fusiones y alianzas entre culturas han sido siempre la consecuencia inmediata de la existencia, y no un descubrimiento propiciado por los museos de antropología o de arte. Vigas nace en la América mestiza, conformada por núcleos generadores de procesos continuos, una forma vertiginosa de la creación, que no conoce pausas, pues su ser es el cambio y la metamorfosis. Para él, la realidad sólo puede ser concebida dentro del génesis. 

    La América que le corresponde es por eso un desencadenamiento que está ligado, tanto a las utopías de nuevos mundos, como al nexo visceral con los arquetipos hundidos en las mareas que nos preceden. Su obra corresponde al formato pasional, la dominan las drásticas soluciones, las mutaciones y cambios que se resuelven en la dialéctica de los opuestos. Por eso, los lenguajes que ha empleado a lo largo de su vasta trayectoria, pueden superar los límites propios, siendo siempre algo más que ellos mismos. Así la abstracción informal que domina un período de su obra, por ejemplo, es también organicista y cercana a los grandes pulsos de la tierra. A su vez, la figuración excedida, alcanza una dinámica fusionadora, que favorece el encuentro de las antípodas, la conciliación integradora.

    La obra de Vigas se afirma en plena postguerra. Es ese momento de extraordinaria vivacidad, donde muchos brotes pugnan por encontrar un espacio y una vigencia dignos. Tal es el caso de la inconformidad radical del Grupo Cobra, con el cual el lenguaje del pintor guarda notables afinidades, especialmente en el deseo común de superar hasta de una manera ética los procesos estéticos que habían anunciado el modernismo, con un fiero rechazo a lo conforme y previsible. En ambos casos, se buscan proposiciones y nuevas actitudes en el arte, que acerquen a los creadores al drama y al abismo del hombre, reiterado en forma cruenta por los recientes holocaustos.

    Desde finales de los 40, Vigas ya impulsa sus trazos con un manifiesto espíritu de violencia, aprovechando los poderes del gestualismo y sus propios reclamos ancestrales bajo la forma de demonios familiares, las mismas fuerzas que de una u otra manera constituyen cada día el soporte para nuestros pasos y nuestros actos. En este momento se suceden y alternan motivaciones imperiosas, como aquella que lo impulsa a desnudar el trazo y a esencializar en busca de las arquitecturas elementales del lenguaje. Es también una manera de facilitar la alianza entre la vastedad de signos y arquetipos que surgen en su trabajo, esas presencias hundidas en la sangre. 

    En este clima surge la avasallante serie de Brujas, con una de las cuales recibe el Premio Nacional de Pintura de Venezuela, en 1951. Las brujas corresponden a profundos arquetipos donde se unen los prodigios de la magia y el encantamiento, con las connotaciones de ese universo de escala telúrica que es la feminidad, en tanto que origen perpetuo de la vida. A partir de esas obras se produce el gran cruce en la obra de Vigas, de un origen anímico y espiritual que viene de las fuentes propias africanas y prehispánicas, con las corrientes contemporáneas que en las décadas de los 50 y los 60 tratan de evolucionar con independencia y voluntad de rescate de las nuevas bases constitutivas de la comunicación.

    En este momento decisivo, las Brujas surgen como la gran guía, en adelante, para una obra que se permitirá la riqueza de la evolución, el poder de virar en nuevas direcciones y al mismo tiempo regresar al origen, el núcleo generador. Vigas es un creador inquieto, que aprovecha el instinto como condición de supervivencia y acepta el riesgo y el rigor de evolucionar. En este sentido, pocas obras de artistas americanos han seguido, como la suya, un proceso tan coherente, consecuente y claro, al mismo tiempo que vertiginoso. Las brujas que son en verdad las grandes diosas de la naturaleza americana, el magma telúrico, se comportan como focos de energía creadora, capaces de registrar los cambios del proceso abierto de la pintura en Vigas. 

    Y lo que sucede es sorprendente. Todas esas presencias enigmáticas y fulgurantes se van organizando en el transcurso de dos, tres años, abordan una tras otra, posibilidades antes inexploradas. Primero va hacia estructuras más grandes y espaciosas, con utilización de entes y animales simbólicos (Alacrán, 1952), o de contextos naturales y culturales (Yare, 1952). Luego pasa a órdenes gradualmente más severas, y hasta el color cambia a registros apagados, de evidente solemnidad, que se aprecia muy bien en el gran mural de la Ciudad Universitaria (UCV, Caracas, 1953), desplegado con ritmos siderales, que se corresponden en los niveles orgánicos con otros, en formas no alusivas, pero nunca ajenas a la naturaleza. 

    Todavía faltarán nuevos pasos para llegar a un paso extremo de la simplificación, cuando las formas de Vigas se hacen cerradas, parcas, elementales, como esporas abstractas y extrañas, como si fuesen el escalón final en la internacionalización de lo natural. Del fulgor y los colores encendidos, de los exorcismos de las brujas y animales del inframundo, hasta la síntesis drástica, severa, próxima al silencio, todo un ciclo ha sido recorrido y queda prácticamente cerrado. Continuar provocará un nuevo estallido.

    La etapa de París —una década que arranca en 1954— corresponde al estallido. Los empujes de una materia sojuzgada, reducida a su forma más escueta, se verán en óleos que proclaman la liberación. Materia, textualismo y gestualismo entran en la escena con plenos poderes y permiten desplegar cada tela como un colapso o una epifanía. La figura se debate en esta década por sobresalir o por fundirse a esta materia fulgurante, en devenir, que es ella misma como el gran personaje. Hay una razón poderosa: la materia ha sido liberada.

    Indispensable, este proceso de volcamiento y desentrañamiento material es necesario para la recuperación, en la polaridad, de las figuras ligadas a los grandes arquetipos, que vuelven en la etapa siguiente, al regreso a Venezuela, y que permitirán al artista recrear sus grandes temas, el poderoso influjo de los reinos. Dentro de esta etapa se producen modulaciones sorprendentes. Desde el color crudo, vivo, hasta el tono parco. Desde el trazo orgánico, hasta el decantamiento y la depuración. Hay, finalmente, conciliaciones, manejos de libre albedrío, que nos llevan hacia una actualidad donde parece establecida la sabiduría del riesgo, la maestría el trazo acumulado en tantas diversificaciones, en una nueva y segura huella. Los pájaros de la paz (1990) con su estructura aérea como la de Libertador (1984), se alterna con temas fieles como Animal de costumbre (1977) y otros que se incorporan, como las obras de la serie de Crucifixiones (a partir de 1990), con una de las cuales gana el Gran Premio en Montecarlo.

    Vigas tuvo razón al aceptar de una vez por todas sus dioses oscuros, los soles demoledores que son también el alumbramiento de otras eras, los demonios y animales de costumbre, de dominio cotidiano, en los cuales persisten los ecos del pasado. América le dio la oportunidad de corresponder su obra con la escala de la historia, de un continente, de una gesta.